La diversidad resultante de los más de treinta años de recorrido de España como país de inmigración no tiene vuelta atrás, siendo este uno de los cambios socioculturales más importantes del periodo democrático. La población migrante en España es enormemente heterogénea, cambiante en su composición pero predominantemente en edad laboral, con una distribución por sexos que se ha ido equilibrando con el tiempo y una presencia creciente de niños y jóvenes. Arroja además llamativas diferencias en su distribución espacial, con una importante concentración urbana y costera, siendo una realidad muy poco perceptible en buena parte de los municipios de la España interior.
La integración social de las personas de origen migratorio, como todo proceso bidireccional, responde a un delicado equilibrio de experiencias, percepciones, actitudes y políticas que discurre no sin altibajos. El balance de nuestro país en este campo, en todo caso,es relativamente satisfactorio en su conjunto, incluso teniendo en cuenta el impacto de la crisis. Especialmente favorable resulta la evolución de la posición jurídico-administrativa de las personas de origen migratorio.
No obstante, integración y segregación coexisten. Como puntos más débiles de la situación de las personas de origen extranjero deben señalarse la elevada segregación laboral y su peor situación socioocupacional, que se refleja en un riesgo de pobreza muy alto. Igualmente preocupantes son los indicadores relacionados con el nivel y rendimiento educativo y la importante segregación residencial. Ello demanda el refuerzo de los objetivos de educación inclusiva y de las políticas activas de empleo, así como la potenciación de la agenda urbana contra la segregación en los barrios, ejes primordiales de cualquier estrategia de integración social.
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